ya en alguna otra ocasión le escribí sobre el libro que estoy leyendo, la mujer habitada de Gioconda Belli (publicado por Seix Barral).
Cientos de veces hemos escuchado ese lugar común que dice la realidad supera la ficción.
Va el fin de la historia de los kiliwas de baja california y un fragmento del libro de la belli. Ambos textos están unidos por la decisión de un pueblo por dejar de parirse, de reproducirse de nacerse.
Realidad y ficción. La historia se repite.
¿y nosotros lo seguiremos permitiendo?
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realidad:
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Valle de Mexicali, B.C. Las mujeres kiliwa jamás volverán a parir un indígena. En silencio y con su dolor de kiliwa han firmado un pacto de muerte para cancelar, en definitiva, el sufrimiento que se hereda a través de la lengua, del color de la piel, del vestido, de la tradición, de la cultura.
De este pueblo aún sobreviven 54 personas, la mayoría expulsadas de la tierra donde descansan sus ancestros y a la cual ruegan volver, sin que hasta ahora las autoridades federales se preocupen siquiera por atender la solicitud: única garantía de supervivencia.
Los kiliwas van muriendo en silencio: su desaparición se oculta en la ley que, se supone, los “protege”; en el programa que “garantiza su desarrollo”, y en el proyecto que “beneficia a sus comunidades”.
Y es que el objetivo real del Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares, de la Ley Indígena, del proyecto presidencial Mar de Cortés -antes Escalera Náutica- la conservación del medio ambiente, o como quiera que se nombre el despojo institucionalizado, es el exterminio de todos los pueblos originarios de México y el apropiamiento ilegítimo de su territorio y sus recursos naturales, seguramente ofertados a inversionistas estadunidenses.
Esa sentencia de muerte se hizo acuerdo común de las ocho familias kiliwa, cansadas de malvivir, como de por sí apenas existen los indígenas en este país.
“Sí, es cierto. Hemos tomado decisiones muy fuertes”, confirma Elías Espinosa, padre de la que quizá sea la última niña kiliwa. “Es que uno se cansa de estar luchando aquí y allá, de que nadie nos escuche y a nadie le importemos. Ya no tenemos suficientes recursos (económicos) para luchar por nuestra gente”, dice el hombre.
Sobre los motivos que los llevan a pactar su muerte, Elías dice: “no tengo palabras para explicar esta desesperación. Las decisiones se toman porque nadie nos escucha y porque, por culpa de los blancos, nos estamos enfrentando entre nosotros mismos”.
El indígena explica que la kiliwa es una de las comunidades más antiguas de Baja California, estado gobernado por el panista Eugenio Elorduy, donde hasta hace no mucho tiempo se desconocía a los pueblos indígenas originarios como habitantes de la entidad.
De los 54 kiliwas, sólo cinco hablan su lengua (EN LA FOTO APARECEN LOS ÚLTIMOS CINCO HABLANTES DE LENGUA KILIWA). “Hemos tratado de sacar las cosas adelante, de rescatar la lengua y la cultura, pero en la comunidad no existen fuentes de trabajo suficientes y tampoco hay servicios básicos que debemos de tener como seres humanos. Entonces, qué es lo que pasa con nosotros, que yo, como padre de familia, tengo que buscarle escuela a mis hijos para que estudien, y desde ahí empieza todo: en lugar de estar al pendiente de nuestros hijos y de la cultura, de la lengua y las tradiciones, estamos peleando en contra del gobierno para que nos ayude a tener una escuela, un dispensario médico. No es justo para nosotros, somos indígenas y somos seres humanos”, dice.
La comunidad kiliwa se asienta en el valle de la Trinidad, localizado entre las sierras de San Miguel, San Pedro Mártir y el desierto de San Felipe, en el municipio de Ensenada, a 25 kilómetros del poblado más cercano. Se integra por ocho familias, de las cuales la persona más grande supera los 90 años y la única niña, hija de Elías Espinosa, tiene cinco.
De acuerdo con el indígena, quien recién hizo un árbol genealógico de y para los kiliwas, este pueblo -que sobrevive del corte de palmilla, recurso natural muy codiciado por grandes empresas- tiene parentesco con los pai-pai y con los kumiai.
Tras conocer esta tragedia humana en una reunión privada con indígenas cucapás y kiliwas, ocurrida en el pueblo de El Mayor, Mexicali, el subcomandante insurgente Marcos -del Ejército Zapatista de Liberación Nacional- resume la problemática: “a menos de una hora de aquí, hay una comunidad indígena que va a ser aniquilada en poco tiempo.
“Son los únicos que quedan en el mundo. De esos 54, cinco hablan kiliwa, los demás ya no. Y según esto, el pacto de muerte es que las mujeres acordaron no parir más kiliwas. Y que el pueblo desaparezca con el último kiliwa que hay ahorita.”
Añade “que tomaron esa decisión porque es su forma de protestar contra los despojos de tierra que está haciendo ese gobernador. […] Nosotros hacemos trabajo en comunidades indígenas zapatistas en la otra esquina. Y yo en lo particular sé que cuando un pueblo indio dice que va a hacer algo, lo va a hacer. Y si el pueblo kiliwa decidió ese pacto de muerte, lo va a hacer”.
El delegado Zero pregunta a los adherentes de La Otra Campaña en Mexicali: “¿saben desde cuándo viven ahí? Hace nueve mil años”. Pero hace nueve mil años no había capitalismo que los despojara de sus tierras y recursos naturales, de su tradición.
Sin condiciones que mejoren su vida, esta tribu visitará dentro de no mucho tiempo a su deidad principal, Meltí Ipa Jalá o dios coyote -gente luna-, padre de todas las cosas y al mismo tiempo personificación de la muerte: según la cultura kiliwa, Meltí Ipa Jalá habita en “la casa de la muerte”.
La impotencia de atestiguar y narrar la extinción de su pueblo desencaja el duro rostro de Elías, un hombre alto, moreno y con mirada severa, que de cuando en cuando parece llenarse de lágrimas que no alcanzan a escapar. “No sé qué es lo que va a pasar con mi tribu”, resume.
----------------------ficción:
Tomado de La Mujer Habitada de Gioconda Belli.
Nos negamos a parir.
Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regresaban. A los guerreros capturados se los sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos.
Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad, resignados para siempre a la suerte de los esclavos.
Los españoles quemaron nuestros templos, hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los códices sagrados de nuestra historia: una red de agujeros era nuestra herencia.
Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recorríamos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate.
Yo recibí noticias de las mujeres de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirle esclavos a los españoles.
Aquella noche era de luna llena. Noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.
Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó después de comer. Acarició el costado de mi cadera. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejan las llamas de la hoguera.
Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me besó sabiendo cómo sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.
Lo besé. En mí surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de una noche: un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos cargando las más dulces miradas de ambos.
Me aparté antes de que sus labios me vencieran.
Dije: "No, Yarince, no". Y luego dije "no" de nuevo y dije lo de las mujeres de Taguzgalpa, de mi tribu: no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.
Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia fuera y hubo silencio. Sólo se escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muriéndose encendidas.
Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre.
Y más tarde aún regresó arañado de espinas.
Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado rebozo de tristeza. Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas. ¡Cómo me duele la tierra de las raíces sólo de recordarlo!
No sé si llueve o lloro.
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