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La revolución de los caracoles
Rebecca Solnit
La Garrucha, Chiapas. Yo crecí escuchando discos de acetato, densas espirales de información que tocábamos a 33 1/3 revoluciones por minuto. El uso original de la palabra revolución tenía este sentido —algo que giraba o se daba vuelta, la revolución de los cuerpos celestes, por ejemplo. Es interesante pensar que así como el término radical viene de raíz en latín y significaba ir a la raíz del problema, así revolución originalmente significa rotar, girar, retornar, completar un ciclo, algo que quienes viven según los ciclos agrícolas saben muy bien.
Vivimos tiempos revolucionarios, pero la revolución que vivimos y atravesamos es un lento girar (de una serie de creencias y prácticas a otra), una vuelta tan lenta que casi a toda la gente se le escapa observar que nuestra sociedad gira —o se rebela. El verdadero revolucionario tiene que ser tan paciente como un caracol.
La revolución no es algún cambio repentino que habrá de llegar, sino la muy transformadora y cuestionante atmósfera en que todos hemos vivido desde hace cincuenta años: por lo menos desde los asombrosos sucesos de 1989, cuando los pueblos de Europa oriental se liberaron sin mucha violencia de sus gobiernos totalitarios pro-soviéticos; en 1991, cuando el pueblo de Sudáfrica socavó el régimen blanco de apartheid de su país; en 1992 cuando los pueblos nativos del continente americano le dieron la voltereta al 500 aniversario de la llegada de Colón a este hemisferio, y reinvindicando que aquí siguen rescribieron la historia de un modo radical, o incluso en 1994 cuando este modo radical escribió un nuevo capítulo en el Sureste mexicano llamado zapatismo.
Hace cinco años, la revolución zapatista tomó como uno de sus símbolos principales el caracol, como animal y como figura espiral. Su revolución da vuelta en espiral hacia fuera y hacia atrás, alejándose de algunos de los colosales errores de la enajenación salvaje del capitalismo y la regimentación del industrialismo, y buscando modos antiguos y las pequeñas cuestiones. También gira en espiral hacia dentro mediante nuevas palabras y nuevos pensamientos. La maravillosa fuerza de los zapatistas viene de su ser, profundamente enraizado en el pasado antiguo (“enseñamos a nuestros niños nuestra lengua para mantener vivas a nuestras abuelas”, como dijo una mujer zapatista) y en lo profético del mundo a medio nacer donde, como dicen, muchos mundos son posibles. Ellos viajan en sus espirales a ambos lados.
Paisajes revolucionarios. A finales de 2007, llegué a su territorio en un memorable encuentro entre las mujeres zapatistas y el mundo. De algún modo, entre los milagros de las palabras y las ideas zapatistas que leía a la distancia, había perdido de vista cómo podría mirarse (o cómo debe mirarse) una revolución en el terreno.
Su rebelión también pretendió llevar al mundo por lo menos un paso más allá de la falsa dicotomía entre el capitalismo y el socialismo oficial de Estado tipo Unión Soviética. Esto fue la primera intuición de lo que era necesario que viniera después: una rebelión, por encima de todo, contra el capitalismo y el neoliberalismo. Catorce años después esto es un éxito pleno de cualidades: en el Chiapas controlado por los zapatistas muchas familias campesinas, sin tierra, cuentan hoy con sus parcelas; muchos que fueron sojuzgados hoy se gobiernan a sí mismos; muchos que fueron aplastados hoy tienen un sentido de lo que es gestión y poder. Desde su revolución, cinco áreas en Chiapas existen, mediante normas propias radicalmente diferentes, fuera del alcance del gobierno mexicano.
Más allá de eso, los zapatistas le brindan al mundo un modelo —y lo que es más importante, un lenguaje— con el cual imaginar de nuevo la revolución, la comunidad, la esperanza, la posibilidad. Aun si en el cercano futuro fueran derrotados definitivamente en su propio territorio, sus sueños, poderosos como son, no es probable que mueran. Y hay nubes en el horizonte: el presidente Felipe Calderón puede convertir lo que ha sido un conflicto de baja intensidad en Chiapas durante catorce años en una guerra de exterminio a todo vuelo.
Los zapatistas emergieron de la selva en 1994, armados con palabras y fusiles. Aunque estén rodeados por el ejército mexicano y los paramilitares locales se han mantenido en gran medida sin recurrir a la violencia, salvo en defensa propia. (Mantienen su propio ejército disciplinado, y una larga fila de tropas con el rostro cubierto y armadas con bastones patrullaban La Garrucha de noche.)
Los zapatistas generan más parafernalia que los grupos de rock: algunas de sus pegatinas y camisetas más recientes hablan de “el fuego y la palabra”.
Cuando se reorganizaron como Caracoles, los zapatistas abrevaron de los mitos mayas para explicar qué significaba para ellos ese símbolo. O lo hizo el subcomandante Marcos, atribuyéndole la historia, como suele hacerlo, al Viejo Antonio.
Los Caracoles son racimos de comunidades, pero descritas como espirales se extienden hacia fuera para abarcar al mundo entero comenzando desde dentro del corazón.
Cruzando el claro estaban las mujeres zapatistas con blusas bordadas o anchos cuellos y delantales ribeteados con hileras de listones que semejaban arcoiris invertidos —y los siempre presentes pasamontañas.
El primer atisbo me robó el aliento. Ver y escuchar a estas mujeres durante los tres días que siguieron, vivir brevemente en territorio rebelde, dar testimonio de la valentía zapatista que les da para desafiar a un ejército y a la ideología dominante en el mundo, de su imaginación que les permite inventar (o reclamar) una alternativa viable, es uno de los grandes pasajes de mi vida. Los zapatistas han sido para mí una hermosa idea, una inspiración, un nuevo lenguaje, una nueva clase de revolución. Al hablar en este Tercer Encuentro de los Pueblos Zapatistas con los Pueblos del Mundo, se volvieron un grupo específico de gente que lidia con problemas prácticos. Y pensé en Martin Luther King Jr. cuando dijo que había ido a la cima de una montaña.
Yo fui al bosque. El Encuentro se llevó a cabo en un auditorio parecido a un gran galerón con techo de lámina corrugada y vigas tan grandes que sólo pudieron provenir de los árboles locales, pues no habrían podido dar la vuelta en las curvas de los caminos vecinales. Las paredes de madera tenían colgados estandartes y estaban pintadas con murales.
Tres o cuatro veces al día, un hombre, en una tarima techada fuera del galerón, tocaba en un órgano un alegre fragmentito de la misma tonada [las dianas] y tal vez doscientos cincuenta mujeres zapatistas vestidas de muchos colores, con paliacates o pasamontañas, caminaban en una sola fila al interior del auditorio y se sentaban en el estrado en hileras de bancas sin respaldo. Las mujeres que veníamos de todo el mundo nos reuníamos en las bancas restantes. Entonces, por turnos, uno de los Caracoles hacía una breve declaración y juntaba las preguntas escritas. En el transcurso de cuatro días, los cinco Caracoles reflexionaron para todos en torno a los aspectos prácticos e ideológicos de su situación. Concisas y directas, las mujeres lidiaban con preguntas difíciles (y algunas preguntas de mala fe) con gran habilidad. Hablaban del reto de vivir una revolución que implica autonomía del gobierno mexicano, pero también de cómo las comunidades aprenden a gobernarse a sí mismas y a determinar por sí solas lo que significan la libertad y la justicia.
La rebelión zapatista ha sido feminista desde su inicio: muchos de los comandantes son mujeres —y este encuentro está dedicado a la memoria de la Comandante Ramona, ya fallecida, cuya imagen estaba por todas partes— y la liberación de las mujeres de las regiones zapatistas ha sido una parte fundamental de la lucha. Los testimonios dejan ver lo que esto significa: liberarse de los matrimonios forzados, del analfabetismo, de la violencia doméstica y de otras formas de subyugación. Las mujeres leían en fuerte, algunas de ellas nerviosas, con un enorme esfuerzo en sus voces, y esta lectura y escritura eran en sí mismas testimonio de la diseminación del alfabeto y del castellano como parte de la revolución. La primera lengua de muchos zapatistas es indígena, por lo que hablan castellano con una claridad declarativa y formal.
“No teníamos derechos”, dijo una de ellas refiriéndose a la época anterior a la rebelión. Otra añadió, “la parte más triste es que no podíamos entender nuestras dificultades, el por qué de los atropellos hacia nosotros. Nadie nos había hablado de nuestros derechos”.
“La lucha no es sólo para nosotras, es para todo el mundo”, dijo una tercera. Y otra nos dijo directamente: “Las invitamos a que se organicen como mujeres del mundo para poder sacarnos de encima al neoliberalismo, que nos ha hecho tanto daño a todas nosotras”.
Y hablaban de cómo mejoraron sus vidas desde 1994. La víspera de Año Nuevo, una mujer enmascarada declaró: “Nosotras pensamos que el responsable [de las opresiones] es el sistema capitalista, pero ya no tenemos miedo. Ellos nos han humillado demasiado tiempo, pero como zapatistas nadie nos va a maltratar. Si algunos de nuestros maridos todavía nos maltratan, sabemos que somos seres humanos. Ahora nuestros maridos y padres ya no nos maltratan tanto pues algunos maridos ya nos apoyan y nos ayudan y ya no deciden por nosotras”.
Hablaron también de todo el trabajo práctico de volver a hacer el mundo y liberar el futuro, de implementar nuevas posibilidades de educación, salud, organización comunitaria, y de los trabajos cotidianos de una nueva sociedad. Algunas llevaban a sus bebés —y sus vidas— al estrado.
Las zapatistas no obtuvieron un futuro seguro y fácil, pero han logrado la dignidad, una palabra grabada muchas veces en este encuentro y en declaraciones previas. Y han creado esperanza.
La velocidad de los caracoles y los sueños. Muchas de sus esperanzas se han realizado. El testimonio de estas mujeres responde en términos específicos: tierra recuperada, derechos, dignidad, libertad, autonomía, alfabetización, un buen gobierno local que obedece a la gente en vez de ponerle obstáculos. En estado de sitio, han creado comunidad entre las comunidades y la vuelcan al mundo.
Emergiendo de las selvas y el empobrecimiento, fueron una de las primeras voces claras contra la globalización corporativa —la agenda neoliberal que en los noventas parecía que iba a apoderarse del mundo. Eso, por supuesto, fue antes del sorpresivo bloqueo de la Organización Mundial de Comercio en Seattle en 1999 y de otras acciones de resistencia globales e innovadoras contra esa agenda y su impacto. Los zapatistas articularon una audaz rebelión indígena contra la invisibilidad, la falta de poder y la marginación —y eso fue antes de que otros movimientos indígenas, de Bolivia al norte de Canadá, tomaran su tajada de poder real en el continente americano.
Su visión representa la antítesis del mundo homogéneo imaginado tanto por los proponentes del “globalismo” como por las revoluciones modernistas del siglo veinte. Han caminado un largo trecho hacia la reinvención del lenguaje de la política. Han sido un faro para todos aquéllos que quieren que el mundo sea más creativo, más democrático, más descentralizado, más desde la base, más juguetón. Ahora, enfrentan la amenaza de que el gobierno mexicano embista a los Caracoles de resistencia, atropelle los derechos y la dignidad que encarnaron las mujeres aun cuando hablaban de ellas mismas —y haya mucho derramamiento de sangre.
Hemos llegado a un momento en que necesitamos fortalecer la solidaridad que muchos activistas en todo el mundo sienten por los zapatistas; fortalecerla de modo que podamos proteger las fuentes del “fuego y la palabra”: el fuego que calienta a los muchos que tienen corazón rebelde, la palabra que nos ha enseñado a imaginar de nuevo el mundo.
Estados Unidos y México, ambos tienen águilas como emblemas, animales de presa que atacan desde arriba. Los zapatistas escogieron al caracol, con su concha espiral, una criatura pequeña, fácil de pasar por alto que habla de modestia, humildad, cercanía con la tierra; del reconocimiento de que una revolución puede comenzar con un rayo pero se concreta lenta, paciente y constante. La vieja idea de la revolución era cambiar un gobierno por otro que nos liberara y cambiara todo. Más y más vamos entendiendo que el cambio es una disciplina que se vive día con día, y esas mujeres de pie frente a nosotras dan testimonio de ello: la revolución sólo garantiza el territorio donde puede cambiar la vida. Lanzar una revolución no es fácil, como lo demuestran los diez años de planeación anteriores al levantamiento zapatista de 1994. Vivir una también es difícil. Debemos contar con una fe y una disciplina que no nos fallen hasta erradicar las amenazas y los viejos hábitos —y más allá. La verdadera revolución es lenta.
Esto quiere decir, directamente, que uno puede volcarse hacia fuera y cambiar el Estado y las instituciones, lo que reconocemos como una revolución, o uno puede hacer sus propias instituciones más allá del alcance del Estado, lo que también es revolucionario. Esta creación (más que el simple acto de rebelarnos) es mucho la naturaleza de la revolución de nuestro tiempo, conforme la gente reinventa la familia, los asuntos de género, los sistemas alimentarios, el trabajo, la vivienda, la educación, la economía, la medicina, las relaciones entre los médicos y los pacientes, la imaginación del ambiente, y el lenguaje para hablar de ello, por no mencionar lo que logra la vida cotidiana.
Si los zapatistas tienen tiempo —el lento tiempo que se desdobla por entre la espiral y el viaje del caracol—proseguirán haciendo su mundo, ése que ilumina todo lo que nuestras vidas y nuestras sociedades pueden ser. Los testimonios en el auditorio terminaron el 31 de diciembre. A medianoche, a medio baile, la revolución cumplió catorce años. Ojalá y pueda por mucho tiempo continuar su espiral hacia dentro y hacia fuera.
Rebecca Solnit es una aguda cronista, ensayista e historiadora del paisaje y sus contenidos. Recientemente publicó una deliciosa Guía de campo para perderse (Viking, 2005). La última vez que acampó en un territorio rebelde fue como organizadora del Proyecto de Defensa Shosone (Western Shoshone Defense Project) que insiste —con buenas bases legales— que los shoshone de Nevada nunca le cedieron su territorio al gobierno de Estados Unidos.
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Algunas personas
Wislawa Szymborska
Algunas personas dejan a otras personas.
En algún país bajo el sol
y algunas nubes.
Abandonan algo así como todas sus pertenencias,
campos labrados, algunas gallinas, perros,
espejos que son pasto del fuego.
Sus hombros cargan cestos y bultos.
Entre más se vacían, más pesan.
Qué sucede en silencio: alguien cae exhausto.
Qué sucede escandalosamente: el pan de alguien es arrebatado,
alguien agita a un niño inane para devolverle la vida.
Siempre otro camino equivocado por delante,
siempre otro puente erróneo
sobre un río extrañamente enrojecido.
A su alrededor, algunos tiros, ahora cerca, ahora lejos,
arriba un avión parece dar vueltas.
Un poco de invisibilidad vendría bien,
alguna grisura pétrea
o, mejor, un poco de inexistencia
por un tiempo corto o largo.
Algo más ocurrirá, sólo que dónde y qué.
Alguien saldrá a su encuentro, sólo que cuándo y quién.
Y si tiene la opción
tal vez no sea el enemigo
y les permita seguir con alguna clase de vida.
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